Ilustración: Roberto Páez, sus mitos y leyendas

style="float: right; margin-bottom: 10px; font-weight: 600;"Mon 22nd Sep, 2014

"Eso es ilustrar, eso es 'dar luz al entendimiento' y dar 'lustre'. Eso es lo que, como pocos, obtienen la sabiduría y el amor de nuestro Roberto Páez."
Manuel Mujica Láinez


Hijo de una familia humilde, nació en Buenos Aires el 9 de junio de 1930. Un temperamento rebelde y una innata picardía le valieron ser considerado como un niño y un adolescente indescifrable. Ante la mirada incomprensiva de su padre, policía de profesión, cursó estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Uno de sus profesores, Alejandro Sirio, célebre por sus ilustraciones de La Gloria de Don Ramiro, sentencio sobre él: "Usted, joven, jamás será dibujante".
Las ilustraciones con las que ganó en 1965 el Concurso Internacional para ilustrar una Edición de El Quijote, obra que le valió reconocimiento mundial, desmintió el juicio de su maestro.


Paez fue, a un tiempo, un hombre libre y un cuestionador constante de la posibilidad misma de la libertad: "Desde el punto de vista de la libertad que pude haber tenido, fue a pesar de las circunstancias y los hechos; porque casi toda mi obra se desarrolló íntimamente ligada a mis necesidades de sobrevivencia y por lo tanto es una obra que casi siempre partió de pedidos".
Las cadenas, tramperas, jaulas y prisiones que dibuja, destruyéndolas o deformándolas, hablan de una Libertad afirmada y negada intermitentemente. El padre policía estará siempre presente, la lucha iniciada por el niño la ilustrará el hombre por medio de juguetes.
Desnudas, y con sus extremidades colgando de hilos, las antiguas muñecas de porcelana eran uno de los adornos de su atelier y sus modelos "más sumisos" según su propia expresión.


Su identificación con el Quijote nace, tal vez, de su ansia de libertad; la imaginación, como lanza al ristre, es su arma, pero los molinos están todavía allí. Lo sabe, y cuestiona por lo tanto la vanidad de los artistas: "Odio a los que se refieren a sus trabajos como -Mi Obra-, consagrándola anticipadamente. Yo hago, cuando tengo suficiente gana, simplemente mi trabajo", dice.


El Negro, tal era su apodo, tenía fama de vago; rara vez cumplió con el plazo de entrega de sus ilustraciones. Fue, y se jactó de ello: "Terror de editores". La razón no estaba en la desidia o en la bohemia de artista sino en el tiempo que el proceso creador exige de modo inapelable. Su airada respuesta al reclamo insistente de un secretario de redacción de Proa es ejemplo de esto: "El arte y el culo no saben de horarios".


Profesor y Director de la Escuela de Bellas Artes de Catamarca y de la Escuela de Bellas Artes Carlos Morel en la provincia de Buenos Aires, disfrutó siempre de la enseñanza sin dejar de cuestionar la educación artística oficial. Prefería dar clases en talleres de alumnos pero se avergonzaba de pedir su pago, cobro que valerosamente hacia su mujer.


Llamaba, cariñosamente, "Mis amigos" a los escritores que ilustró. La Odisea, los Viajes de Marco Polo, los Cuentos de Shakespeare, el Martín Fierro y Una Excursión a los Indios Ranqueles de Mansilla, entre otras obras, le sirvieron de inspiración.

 

Ilustró también cuentos de Borges, al que admiraba sin dejar de cuestionar. Estuvo a punto de publicar un libro conjunto cuyo título era "Borges ilustrado por Páez", pero frustró el proyecto sosteniendo que debía llamarse: "Páez comentado por Borges". Confeso luego a un amigo: "me importaba un pito figurar primero, pero Borges es un matón intelectual y no me gustan los matones".

Ilustró en la revista Proa, uno de los cuentos más bellos de la literatura argentina: Con la anuencia del duque, de Dino Rivadavia del que fue entrañable amigo y con el que compartió el coleccionismo de juguetes antiguos. Tenían en común la convicción de no haber jamás abandonado la infancia, sentían que el arte era una forma de prolongarla. Los diferenciaba que, uno de ellos, no diré quién, no permitía tocar sus juguetes. Los dos amigos tenían también distinto linaje, Rivadavia provenía de la aristocracia criolla y del primer presidente de los argentinos, Roberto se decía hijo y nieto de palurdos y después de unas copas repetía risueñamente un brindis: "¡soy cabecita, negro, resentido, mente estrecha!¡salud para todos ¡".


Lo conocí en el cierre y mudanza de una célebre librería, allí pintó sobre una pared del local ya desmantelado, una enorme jaula vacía y sobre un cajón fúnebre que sería destruido al finalizar el evento, la silueta y la cara del librero. Cuando le comenté que ambos dibujos se perderían me contestó sonriente con una frase de payador: "Da igual, ¿qué pájaro pide un premio por cantar?".
Si bien está claro que Roberto Páez no esperaba un premio adicional por el goce y la justificación de su vida que su arte le proporcionó, nosotros, la comunidad de la que formó parte y para la cual creó, no debemos privarnos del placer y la enseñanza de libertad que su obra revela. Una muestra y edición completa de su trabajo es la obligación y el premio comunitario que, tal vez "sabremos conseguir".


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