Cuento Ilustrado: Gigantes fraternales

style="float: right; margin-bottom: 10px; font-weight: 600;"Thu 14th Aug, 2014

"Una teoría sobre el desarrollo injusto", así pensó llamarla entre sus colegas. Era un paper muy interesante para ella pero el tema jamás tuvo cabida en su familia. Está claro que los beneficiarios de las hipótesis, sus hermanos en este caso, nunca se obsesionan con ellas. Sólo los que las sufren, ella y todas las que como ella, pueden ser esclavos de la propia fascinación de querer explicar lo inexplicable: el porqué del tamaño de su padre, grotesco, o la razón de lo diminuto de su madre, sutil y frágil, o la causa incierta del traspaso en copia paradójica y casi perfecta, de todas esas desmedidas de generación en generación.

Miguel y Pablo eran mellizos, entraron a la primaria midiendo metro sesenta y cuando la terminaron ya medían un poco más de dos metros. Ella tenía siete años cuando los vio nacer en la caja de la camioneta familiar, pero cuando finalmente llegaron al hospital, tres horas después del nacimiento, se dio cuenta que ya habían crecido mucho más de lo aceptable. Tanto que ella pensó que si se hubiera retrasado el parto unos minutos más, jamás hubieran podido salir de aquel magullado útero.

Los gigantes no tenían maldad pero sabían perfectamente bien las bondades de su ventaja diferencial y gozaban molestando a su hermana mayor apenas la superaron en altura. Eso pasó cuando cumplieron cinco años, evento que coincidió, aunque ella ya no creía en paradojas, con su primera menstruación.

Las bromas eran físicas, no podía ser de otra manera, y simplemente se basaban en restricciones de movilidad. Ellos funcionaban como vallas cada día más difíciles de superar. Le cortaban el paso, la obligaban a dar vueltas para evitarlos, le tapaban la vista en el auto, niñerías ingenuas que de haber seguido así no hubiesen impedido el amarlos toda la vida. Y quizás lo que terminó pasando no fue responsabilidad consciente de los gigantes pero a ella la marcó para siempre.

La abuela volvía milagrosamente a cumplir años, por eso decidieron, nunca supo bien quien tuvo la idea, que el festejo incluyera a primos y primos segundos. Eso hizo que tuvieran que expandir la mesa familiar a su máxima extensión y aún así los veinte comensales entraban más que apretados en sus asientos. A pesar de que hizo todo lo posible para sentarse cerca de su primo Alberto, pequeño y apuesto, llegado un momento su madre la mandó a buscar las servilletas que los mellizos se habían olvidado de poner y cuando volvió, el único lugar libre que había quedado era en el medio de la mesa, entre sus hermanos y de espaldas, casi pegada a la pared. Dos tíos, una prima, un primo y uno de sus hermanos tuvieron que levantarse para que ella llegara a su lugar y encima de la incomodidad de todo el movimiento se dio cuenta al llegar a su lugar, apenas se sentó, que debería haber pasado antes por el baño.

Hay un gen que tienen todos los bromistas que les da la capacidad de anticipar los movimientos de su presa. Los mellizos lo tenían y supieron en el instante que tenían atrapada a su hermana. Ella, en las antípodas de lo espontáneo, creyó que mentalmente iba a poder controlar sus deseos y que aguantaría toda la cena sentada sin demasiados problemas. Pero el pollo estaba picante y Miguel no paró de servirle agua durante todo el suplicio. Una sola vez intentó pararse pero las manos, por debajo de la mesa, de sus elefantiásicos acompañantes la volvieron en el acto a su lugar.

Haberse entregado sin luchar con los gigantes, sin levantar la voz, empapando una falda blanca que nunca volvió a usar no era el problema. Había caído derrotada por lo indeseable, por el descontrol, por su propio pequeño cuerpo y supo que eso marcaría toda su vida futura de tantas formas, que siempre le pareció inofensiva, como un resabio inútil de un mal mayor, la manía de sentarse en la cabecera de cualquier mesa.


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