Cuento Ilustrado: Bebe

style="float: right; margin-bottom: 10px; font-weight: 600;"Mon 4th Aug, 2014

 

Cuando me pregunté cómo había podido enamorarme de esa mujer, Alberto ya me llevaba, según su memoria, décadas de ventaja en ese tema. De hecho, fue él quién me emborrachó una noche y logró, sutil, inocularme el germen de esas dudas. Tenía una carcajada contagiosa y cuando yo empezaba a acosarlo con esta trama recurrente de insatisfacción, ni bien empezaba, él me cortaba en seco con su reflexión de cabecera: No te preocupes, que nadie se separa demasiado temprano.

Entonces tuve una idea absurda: si Alberto me había convencido de que mi matrimonio era una farsa quizás él pudiera hacer lo mismo con Socorro, mi mujer. Socorro, decía, ¿no te dijo nada ese nombre? perdóname pero es un poco mucho... A pesar de que le llevaba más de ocho años, él siempre había funcionado como el hermano mayor. Y no sólo mío, había sido capitán de todos los equipos en los que había jugado, luego entrenador, luego profesor de educación física, después abogado y ahora juez. Yo tuve que conformarme con el rol del excéntrico, el "de izquierda", el amante libertino, el abusador de substancias, el prófugo emocional que le había dejado el rol de líder a el otro y huido hacia el conformismo.

Me recibía en su estudio privado los miércoles de siete y media a nueve y media y después me invitaba a cenar al club que quedaba a la vuelta del juzgado. Esa era toda nuestra relación semanal desde que Socorro, enloquecida, lo echó de casa en algún cumpleaños. Nunca supe los pormenores de la disputa. Los dos intentaron minimizarla, yo nunca los forcé a una confesión de partes y el tema se diluyó en el olvido. Pero lo cierto es que Alberto nunca volvió a visitar nuestra casa.

En su estudio siempre me quedaba maravillado por una biblioteca de pared a pared y de piso a techo que había, con miles de libros, no sólo de derecho. Cabía la posibilidad de que Alberto los hubiera leído a todos o al menos yo le habría creído si él me lo hubiese dicho. De cualquier manera lo más interesante de la biblioteca era que escondía, en su paño central, una puerta secreta que abría a un bar espejado, del tamaño de un baño pequeño, con todas las bebidas que se puedan esperar de un gran bebedor. Alberto lo era. Yo siempre preferí el whisky solo, sin hielo y añejo. Y cada vez que nos metíamos ahí, y nuestros reflejos se multiplicaban infinitamente entre las botellas variadas, el olor dulzón a alcohol de antaño ejercía su hechizo y yo salía convencido de cualquier cosa. El efecto era corto pero cuando quería darme cuenta ya estábamos abriendo una botella de vino en el club.

Una tarde llegué a su estudio a las siete y cuarto en vez de y media. Alberto no estaba pero la secretaria que me conocía poco y creía deberme algún respeto por ser el hermano mayor, me dejó entrar justo cuando ella se estaba retirando. Luego de admirarme una vez más con su biblioteca fui directo al bar. Abrí la puerta falsa: el solo mecanismo secreto me hacía cómplice de cualquier delito que quisiera suponer. Una vez adentro, ver mi imagen repetida por los espejos paralelos me perturbó.

Pensé en tomar una copa de ajenjo, sólo para buscar algo difícil, creyendo que si no lo encontraba, eso me daría una excusa para molestar a Alberto. Por supuesto que había, tomé y tomé de más seducido por la policromía de las etiquetas etílicas, que brillaban con sus fórmulas perfectas para conquistar el olvido. No sé por qué quise cerrar la puerta desde adentro. Pudo haber sido vergüenza: ya estaba muy borracho como para pensar. No sólo la puerta quedó trabada, ya que sólo se abría por fuera, sino que también se apagó la luz.
Sin embargo no entré en pánico. Me senté en el piso. Todavía tenía la botella de ajenjo en una mano y el vaso en la otra. Eso me hizo sentir seguro. Si este es mi féretro, me dije, muero contento y me relajé y dejé ir por un sueño despierto donde las imágenes se sucedían sin orden ni códigos: jóvenes duchándose en un baño de colegio inglés; Dolores cavando un pozo para enterrar los perros mal operados; mi padre dándole las llaves del auto a Alberto; un camión con armas de contrabando saliendo de Ciudad del Este; una púa que rebota surcos atrás en el disco de pasta y repite la frase de una travestida Azucena Maizani: No hay nada peor que un encono, para vivir amargado... No hay nada peor que un encono ...


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